Por Jon Sistiaga*

“Usted no parece un indocumentado”, me dice altivo el jefe de la estación de tren de Ixtepex, en Oaxaca, México. “No lo soy”, le respondo. “¿Entonces por qué se va a subir a la Bestia y jugarse la vida?”, me pregunta. Cuando le digo que estoy haciendo un documental sobre los emigrantes ilegales que se suben a ese tren de carga para llegar a Estados Unidos me vuelve a mirar con recelo. “La Bestia”, “El tren de la muerte”, “El devoramigrantes”, son muchos los nombres que le han puesto a ese tren que cruza México de sur a norte y en el que los migrantes son robados, violados, secuestrados o asesinados. Y son muchos los que creen que maquinistas y encargados de los cambios de vías están compinchados con las Maras y los narcos que los asaltan. Que ellos son los que bajan la velocidad del tren en determinados tramos o avisan de los horarios de salida de los convoyes.

Llevo varios días esperando a que salga la Bestia y visitando albergues católicos que hospedan gratuitamente a esos hombres y mujeres que no tienen ni para pagarse un billete de autobús con el que atravesar México. Son vulnerables, débiles, y tienen miedo. Para los narcos y las mafias son un objetivo fácil. Ilegales en un tren de carga, es decir, mercancía a la que robar o secuestrar para extorsionar a las familias. ¿Quién los va a reclamar si los matan y los tiran del tren en marcha? ¡Si la mayoría de ellos no lleva ni documentación para evitar ser deportados si los detienen!. Serían un cadáver más en una fosa común más, como las muchas que hay en México. Sin embargo le caigo bien al jefe de estación: “Súbete en los remolques de cemento, que tienen un pequeño espacio entre vagón y vagón que te protege del viento” —me sugiere—, “¡ah!, y toma esto por si acaso…”, y me da dos garrotes de madera. “Para que tengas algo para defenderte por si las Maras suben esta noche a la Bestia”.

Suenan dos silbidos largos y agónicos. Son las tres de la mañana. El tren de carga que hace la ruta hasta Medias Aguas inicia su camino. Corremos con nuestras cámaras y nuestros garrotes porque hay que subirse en marcha. Correr un poco hasta ponerte a la misma velocidad que el tren y entonces saltar a la escalerilla del vagón procurando que la inercia que provocan las ruedas de acero no te succione. Decenas de migrantes han fallecido o han sido amputados de esa manera. He visto a algunos de ellos. Me han contado como se cayeron, o se resbalaron, o fueron empujados durante un asalto. Es el tributo que se cobra la Bestia. Para que pasen muchos de ellos, se tiene que quedar con alguno. Y lo que más me sorprende es que, efectivamente, a pesar del peligro no dejan de subirse a ese tren que les lleva hacia el sueño americano. El corredor México – EE UU es el más importante del mundo según la Organización Internacional para las Migraciones (OIM).

Elijo un vagón de la compañía cementera Cemex. Mala suerte. El hueco está lleno. Hay tres hombres jóvenes cubiertos con gorras de béisbol y vestidos con sudaderas. No hay demasiado sitio. El espacio del centro es el más codiciado porque es el más protegido del viento y el frío. Les saludo y encendemos el foco de la cámara. Se sorprenden. Si son emigrantes seremos compañeros de un viaje incierto, si son halcones, emigrantes que trabajan para los narcos localizando a las víctimas más débiles, se sentirán cohibidos. “Somos de Guatemala”, me dicen los jóvenes.

Los tres han cruzado a México ilegalmente a través del río Suchiate. Estuve allí hace un par de días. Es una de las fronteras más porosas del mundo. Frente al puente internacional que delimita las aduanas de ambos países, decenas de pequeñas balsas hechas con neumáticos de camión pasan todos los días, a todas horas, todo tipo de mercancía. Refrescos, tabaco, azúcar, tuercas, ordenadores, droga, armas, personas… Es un río de apenas doscientos metros de ancho que no tiene profundidad. Un cartel gigante en en lado mexicano dice que esa ruta ilegal de contrabandistas se llama “Paso del coyote”. Un nombre muy apropiado, porque así es como se les llama aquí a los traficantes de personas.

“Este es un mal necesario porque los impuestos de las aduanas son muy caros y así hacemos un favor a la gente”, me explica Milton Aguilar, uno de los balseros. Tiene una extraña filosofía existencial construida durante toda una vida viviendo en los márgenes de la ley. Cuando le pregunto si le puedo llamar traficante o contrabandista me responde que no, que él es “una persona legal que se gana la vida honradamente haciendo un contrabando ilegal”. Una curiosa distorsión de su trabajo, le digo, y le pregunto si me pasaría ilegalmente a Guatemala y después me devolvería a México. “Son 20 pesos” (poco más de un euro), me dice… Y me monto en su balsa.

Cada año 140.000 ilegales cruzan los casi 600 kilómetros de frontera con Guatemala para entrar en el país azteca y se estima que unos 50.000 de ellos pasan por aquí. Miro a mi alrededor. Se les distingue perfectamente. Llevan una mochila con algo de ropa y comida, una mochila pequeña, por si tienen que salir huyendo de los controles de migración. Pero sobre todo llevan en el rostro la incertidumbre de un viaje largo, peligroso e incierto. Van cabizbajos, como queriendo pasar desapercibidos. O quizás están perdidos en sus propias dudas. Muchos de ellos no llegarán a su destino. Se los tragará la Bestia, o acabarán trabajando a las órdenes de los narcos, o serán explotadas por las redes de tratas de blancas que las moverán de prostíbulo en prostíbulo. Ninguno sonríe. Están serios. Más bien tristes. Es lo que los psicólogos llaman el “Síndrome de Ulises”, el estrés crónico y múltiple que sufren casi todos los emigrantes.

Cuando estoy a mitad de río, mirándoles, me doy cuenta de que me he olvidado el pasaporte en el coche. Que realmente estoy cruzando como un ilegal. En la playa que hay en el lado guatemalteco, junto a la ciudad de Tecun Umán, en un improvisado mercado, los mayoristas alquilan las barcas para pasar su mercancía sin pagar impuestos. “Si me cogen los federales mexicanos me quedo sin nada, pero si no paso la aduana me ahorro mucha plata en tasas”, se justifica uno de los dueños de la carga. Un coche de Policía se pasea por la zona saludando a todo el mundo. Milton me dice que no me inquiete, que son amigos, pero por si acaso le pido que volvamos a la balsa y regresemos a México.

Cuando vuelvo a pisar Chiapas alguien me dice: “Bienvenido a México, ahorita le toca subirse a la Bestia”. Y aquí estoy. En la Bestia. En ese tren que es una picadora de migrantes. Con estos compañeros de vagón que me han ofrecido un plátano y que yo he comido cortándolo en rodajas con mi navaja para que vean que, si no son lo que parecen e intentan asaltarnos, lo van a tener difícil. Todavía no me fío. Las sacudidas de los vagones nos mueven de un lado a otro. Hay que agarrarse a cualquier manivela, tuerca o saliente que encuentres. El tren aúlla y coge velocidad. Saltar o caerte es morir. Muchos migrantes han fallecido al quedarse dormidos. Son las cuatro de la mañana. Nos quedan cinco horas de viaje hasta la siguiente estación y anoto en mi cuaderno “No te duermas, Jon, sobre todo no te duermas…”.

*El periodista Jon Sistiaga relata en un reportaje para Canal + su viaje a bordo del tren que lleva inmigrantes ilegales desde México con destino a EEUU.

Fuente: El País